miércoles, 9 de mayo de 2018

COSTURAS


Siempre se extraviaba, daba igual cuánto empeño pusiera en no perderla de vista, al final, ya no estaba. Miraba a mi alrededor y sólo veía retales. Decenas de recortes de ropa, de trapos, de sábanas viejas; viscosa, viyela, algodón, cuadritos de vichy. Un remolino de colores y texturas que ordenaba y desordenaba hasta el hartazgo. Ahora en fila por tonos, ahora por tamaños; este, este me vale, el trocito floreado deshilachado en los bordes.

No recuerdo demasiada luz, pero no hacía falta más de la que había. Era amarilla, cálida, un pequeño sol acristalado que pendía del abismo del techo que nunca toqué por mucho que saltase con los brazos extendidos. Esos sí que eran techos. Y el suelo. Tan acogedor como traicionero era el mejor de los asientos y una cama de faquir. Cada losa levantada era una púa que dejaba marca en el culo, un culo del tamaño de un acerico.

Y seguía sin aparecer la aguja. Resoplido. La losa pinchando, ¿o será la aguja? No, no era. La bobina de hilo, siempre de hilvanar, podía llevarme hasta ella, bastaba con seguir la hebra previamente arrancada con un esfuerzo inhumano. Y cómo era esa hebra. Larga como aquellas tardes de bombillas peladas, infinita como la despreocupación que entonces reinaba en mi mundo, interminable como la vida. La de antes.

La hebra de Marimoco, casi siempre afectada por nudos, era el camino. Allí, debajo del aparador estaba mi aguja. De qué manera no daría yo las puntadas que hacía volar aquel estoque tres de cada cinco envites. La satisfacción de encontrarla hacía que momentáneamente olvidase la vergüenza de haberla perdido, otra vez. Aun así, de vuelta a la losa tambaleante y ya con aguja en mano, o en boca, se me escapaba una mirada intranquila y de soslayo hacia mi madre que, condescendiente desde su silla, lanzaba otra con el mismo disimulo hacia mi diminuta figura. No se ha dado cuenta, pensaba yo. Otra vez ha mandado a tomar viento la aguja, pensaba ella.

Bolsillos que no reposaban en ninguna parte, tirillas inservibles, vestiditos de muñecas que duraban tres puestas, bolsos de niña mayor, botones huérfanos de ojales, carreteras de hilvanes, autovías de pespuntes, hilos cosidos al pellejo. Minutos bordados a fuego, horas, días y eternidades cosidas con hierro, silencios tranquilos, mudos tequieros, costuras que atan, que viven, que matan.

Ahora, qué cosas, los dedales son de silicona. Y duele.