jueves, 29 de octubre de 2020

HOUDINI

 

 
Yo solo sabía un poquito sobre Houdini, lo básico, así es que me sonó a eso. Escapista. ¿Yo? Claro, yo. ¿Por qué me iba a engañar alguien a quien yo pagaba precisamente para que me ayudase a conocerme? Debe de ser algo bueno, pensé durante cinco segundos, tal vez por el halo mágico y poderoso que de la mano de mis ridículos conocimientos sobre aquel escapista famoso yo otorgaba a aquella palabra antes de saber que no era tan mágica y, ni mucho menos, poderosa. Así es que, diez segundos después, me sentó mal. No sé si para justificarme, enseguida e inconscientemente mi cabeza buscó y localizó con un éxito abrumador una ristra considerable de patrones escapistas determinantes en mi vida. Los había por todas partes. En casa, en la escuela, en mis primeros trabajos, en los últimos, en mis novios, en mis amigos, en la gente de la calle. Era una plaga, una plaga silenciosa, asquerosa y traicionera. Un chasco y un consuelo; somos escapistas. ¿Cuándo escapé la primera vez y por qué? ¿Por qué sigue uno escapando si al fondo hay una pared? ¿De qué escapa cada uno con tanta prisa que ni nos damos cuenta que andamos haciendo lo mismo?
Creo que la primera vez que escapé tenía únicamente cuatro años y un abrigo color beige hecho a mano que contaba con unas protuberancias en forma de garbanzos, el cual yo no sabía quitarme ni ponerme por mí misma. No tenía botones, ni cremallera, ni velcro, solo una capucha y un enorme bolsillo comunicante a la altura de mi barriga hinchada de cachorro. Claramente, se necesitaba un adulto que con una destreza apabullante de la que yo carecía lo colocara y descolocara pasándolo por la cabeza. Me agobié. Me agobié en la fila para entrar a clase. ¿Cómo me quito esto? ¿Cómo haré para sacármelo y ponerme el babi? ¿Qué mala jugada es esta? ¿Voy a tener que pedir ayuda? Me duele la barriga. Me duele. La barriga me duele, me duele mucho la barriga, me hace rabiar el dolor de barriga. Escapé. Escapé de la fila, del colegio, del engorroso momento de pedir que me sacaran del cuerpo el abrigo. Escapé aquella mañana y aún sigo corriendo, mirando a veces a los lados y encontrando cientos y miles de corredores conmigo. ¿De qué huyen ellos? ¿Por qué, aun a horcajadas, a ninguno nos da por parar a otro y, jadeante, instarle a detenerse un segundo, aunque sea para recobrar el aliento y, tal vez, pensar en la absurdidad que entraña esta carrera hacia ninguna parte?