Creo que la primera vez que escapé tenía únicamente cuatro años y un abrigo color beige hecho a mano que contaba con unas protuberancias en forma de garbanzos, el cual yo no sabía quitarme ni ponerme por mí misma. No tenía botones, ni cremallera, ni velcro, solo una capucha y un enorme bolsillo comunicante a la altura de mi barriga hinchada de cachorro. Claramente, se necesitaba un adulto que con una destreza apabullante de la que yo carecía lo colocara y descolocara pasándolo por la cabeza. Me agobié. Me agobié en la fila para entrar a clase. ¿Cómo me quito esto? ¿Cómo haré para sacármelo y ponerme el babi? ¿Qué mala jugada es esta? ¿Voy a tener que pedir ayuda? Me duele la barriga. Me duele. La barriga me duele, me duele mucho la barriga, me hace rabiar el dolor de barriga. Escapé. Escapé de la fila, del colegio, del engorroso momento de pedir que me sacaran del cuerpo el abrigo. Escapé aquella mañana y aún sigo corriendo, mirando a veces a los lados y encontrando cientos y miles de corredores conmigo. ¿De qué huyen ellos? ¿Por qué, aun a horcajadas, a ninguno nos da por parar a otro y, jadeante, instarle a detenerse un segundo, aunque sea para recobrar el aliento y, tal vez, pensar en la absurdidad que entraña esta carrera hacia ninguna parte?