lunes, 30 de noviembre de 2020

ALMANAQUE


Tengo, me temo, la ridícula manía de guardar todas mis agendas desde que me dio por utilizarlas hace ya bastante. Ridícula porque la vida, la mía recopilada en ellas, lo es, no tanto para mí, ya que no he llegado a desarrollar tal grado de auto rechazo a esos niveles, pero soy consciente de que todo cuanto suelo anotar ahí tiene la misma trascendencia que el eructo de un mendigo borracho. Aun así, las sigo recopilando, a pesar de que jamás vuelvo a revisarlas  pasados los años a los que hacen mención; no puedo, literalmente. Si lo intento, sufro, sudo y me sobresalto, eventos íntimos usuales en mí pero crecientes gracias a según qué estímulos. Digamos que me provoca una especie de vergüenza ajena propia que, deduzco, ha de ser el summum de la vergüenza ajena. Pero son mi día a día y por eso las guardo. Acostumbro a anotar en ellas aparentes nimiedades que a nadie importa, anotaciones de las que yo misma podría prescindir pero que llenan mi absurda existencia, llámalo tender la ropa, llámalo hoy me dijo cómo se sentía. Las conservo, principalmente, por perdurar. Yo también quiero quedarme aquí y no sé por qué. Soy un desastre para plantar árboles, y tomates o margaritas, escribo igual que meo y ya no voy a tener hijos, pero quiero con fervor que alguien, cuando sea, da igual cuándo porque habrá una eternidad de por medio, lea mis agendas, que las encuentre, que dé con mis archivos secretos y mis vómitos con letras, que se coma la cabeza hilando, casando fechas y aburriéndose con anotaciones sobre lavadoras, planificaciones de menús en tiempos de pandemia y diversas precariedades atemporales o retorcimientos anímicos y que, al final, se diga a sí mismo que quiere saber más. Deseo que alguien, quien sea, encuentre la manera de entrar a mis entrañas, para entonces muertas. Que tras el hallazgo de las agendas desperdigadas, porque así es como son y están, quiera más y más y haga por acudir a mis recovecos informatizados salvaguardados por claves de acceso infantiles, basadas en títulos de canciones que adoro o en manías de las que jamás conseguí desprenderme. Por supuesto, yo también quiero un pequeño séquito de adoradores, o casi eso, que tampoco es eso. ¿A quién le podrá importar? Desde luego me lo pregunto. Supongo que me basta la idea, real, espero, de que, al menos, a solo una persona - si hubiese más, sería un prodigio - le quede un hálito de curiosidad, y me da igual si es sana o no, tampoco creo que llegue a saberlo nunca, ya no estaré. Pero deseo que haya alguien, preferiblemente ya presente en mis agendas, alguien que con mis anotaciones y sin ellas y con tanto tiesto como atesoro, gaste parte de su tiempo usurpando lo que ya no será mío, alguien que ansíe haberme conocido casi tanto como yo me conozco hoy, que llore de pena y de alegría al hacerlo y que se joda como yo me jodo y que a la vez ría como yo lo hago y que, entonces, tenga sentido, un rato, la vida.

sábado, 7 de noviembre de 2020

NADA

 

 


 

A veces pienso en lo del diagrama de Venn y en las paranoias aquellas con las que te introducían al fantástico mundo de las matemáticas que, decantándome claramente por las letras, nunca tengo claro si he de escribir en mayúsculas o en minúsculas. El caso es que ya era fastidioso e insidiosamente machacante el hecho de tener que entender que podía existir en alguna parte del éter un “conjunto” que, a fin de cuentas, no era más que un amago de circunferencia trazado por la mano de una profesora abatida y con poco tino para el dibujo en una pizarra carcomida por los años, la humedad y los ojos de niños resabiados como para, además, tener que distinguir ahí un conjunto lleno y otro vacío. Pero, ¿lleno de qué? Dibujaban ahí dentro una especie de pelotitas, cruces o números a diestro y siniestro y tú, absorta y absorbente en tu pupitre rígido y chirriante tenías la dulce obligación de percibir algo. Luego ella, aquella profesora autómata, como un mago que ha representado trescientas veces el mismo espectáculo, dibujaba con más desidia que dotes artísticas otro amago de cuerpo redondo que se enlazaba con el que estaba lleno de “cosas”, aquellas cosas, las pelotitas, las cruces, los números, y lanzaba al aire vencido del aula una pregunta tan inquisidora como absurda: “Si el conjunto vacío enlaza con el lleno abarcando alguno, varios o todos los elementos que componen este, ¿sigue siendo un conjunto vacío?”. En ese momento algunas niñas se sacaban un moco, otras sollozaban para adentro, más de dos y de tres arrojaban un lápiz al suelo para entretenerse en recogerlo, algunas adoptaban la expresión corporal de una estatua de sal y otras, como yo, sin apenas levantar la mano largaban por la boca lo que sabían que tenían que largar. “No. El conjunto vacío pasará a ser un conjunto lleno y a su vez formará un subconjunto”. Cómo odiaba yo aquello, cómo odiaba esa cabeza asintiendo y la felicitación que le acompañaba. Cómo odiaba que aquella mujer no notara la mentira en mi boca. Yo seguía viendo garabatos de colores, cruces, pelotitas y gilipolleces rodeadas de una línea, pero, sobre todo, yo jamás vi un conjunto vacío de nada, más bien una circunferencia llena de verde, llenísima, del verde de la pizarra que dejaba de ser pizarra. No he visto vacío jamás en ninguna parte, ni en los míos que están llenos de cosas que me desasosiegan. La nada, qué gracia, ¿para qué nombrarla si no existe? ¿qué mente enferma puede poner nombre a algo que no es?