lunes, 9 de diciembre de 2019

TRAMPANTOJO

Intento recordar situaciones pasadas que considero determinantes y en cierta manera condicionantes en mi modo de proceder en el presente. El problema es que me falla la memoria o que, simplemente, mi cabeza no registró aquellos eventos como suficientemente destacables y no los encuentra por más que los busca. Me pierdo muchas veces en una de esas mareas mnemotécnicas, es decir, zozobro intentando recordar cuándo fue la primera vez en mi vida que hice un favor a alguien, un favor de verdad, un esfuerzo que aun siendo mínimo beneficiase a otra persona. Me pregunto si esa primera vez alguien me lo agradeció o si mi empeño en contentar a otro finalmente surtió efecto. Imagino qué edad podría tener yo cuando decidí por vez primera ayudar a otra persona desinteresadamente, qué sentí al hacerlo y qué me llevó a procurarlo. Y no me acuerdo. 

Pienso en por qué regalamos favores a los demás, qué buscamos cuando los hacemos, qué queremos de nosotros, qué nos lleva a darnos chocazos muchas veces y a regodearnos por el mismo motivo otras. Pienso en si, verdaderamente y lejos de sentir otra cosa, aquella primera vez no sentí más que la victoria del falso generoso, la gordura del egoísta medio saciado, el orgullo del condecorado. Fantaseo con una versión de mí despojada de vanidad, volcada en hacer el bien sin esperar palmaditas. Y no me acuerdo.

¿Cuándo empieza uno a reincidir? ¿Cuál fue ese primer favor? ¿A quién? ¿Cuándo deja de doler la ingratitud, si es que existe y no la imaginamos? 




jueves, 7 de noviembre de 2019

UN CANDIL


Pero no pegues portazo, cierra despacio y mal, que si veo que no vuelves, yo la entornaré al pasar. No pegues portazo, mis oídos ya no filtran, mis entrañas oyen todo y me afectan los estruendos. No pegues portazo, dime que ha sido el viento, que olvidaste despedirte con las prisas, que dejaste en el perchero algún sombrero, para luego. No pegues portazo, mi casa es vieja, se cae a trozos, cruje y solloza, respira moho y en cada sacudida aprieta los ojos. No pegues portazo, déjala estar como estaba, ni cerrada ni abierta, sin cerrojo, por si acaso, que se vislumbre el candil que hay al fondo.

martes, 22 de octubre de 2019

SOMBRAS


Somos la sombra de algún proyecto. La caverna de Platón. Todos somos el vestigio de aquello que se vislumbraba grande en nuestra mente pequeña para tanta expectativa. Somos a veces el moco resultante del esfuerzo y la fatiga crónica de ir a por lo mismo en mil ocasiones. La lucha, los golpes contra el cristal, el orgullo y la ira. Somos los fracasos ataviados de negro noche, de dignidad fingida y relajada negación. Eso. Somos el empecinamiento oscuro y absurdo que nos convierte en copia, la copia de lo que estando ahí, ¿en las entrañas? no sabemos usar. Y eso somos, bellos y grises, imperfectos y cansinos. Dale y dale. Y damos cuando nos dejan y cuanto queremos dar, que suele ser poco. La espiral infinita, la sombra cómoda, el yo a medias. Y a cuartos, y menos. Reservados y obstinados.

lunes, 23 de septiembre de 2019

VERDE


Te recuerdo verde, no el verde de ciertas joyas ni un verde esperanza. Te recuerdo verde clorofila, verde mar y verde árbol, el verde de mi sinestesia, el que abre unos brazos infinitos formando un hueco donde cabemos todos, especialmente los sufrientes, los tarados, los lejanos por discordantes, los diferentes y los cansados. Te recuerdo verde lima, alegre y ácida, chirriante si abusas y jovial si sólo miras. Te recuerdo verde botella, las últimas que abrimos, las mías de ahora, las que no serán y las que ya se sudaron con fatiga. Te recuerdo verde, mi verde, el verde que no se ve, el del crepitar de hojas, el de infinitas colinas, el de tus ojos al sol, el que se respira. Verde, verde, dos vocales repetidas, como en tu nombre y como tu día. Verde como la orfandad que crece, maleza viva. Verde como los chistes, poca risa. Qué hilarante, como tú eras y como soy, que el día que lleva tu nombre te fueras. Qué ironía. Te recuerdo verde, madre, el verde eterno del bosque, así se enrede en el cielo, así prenda, así todo ese verde mundano se fría.

jueves, 18 de julio de 2019

SIN OMBLIGO


No me siento de ninguna parte, tampoco de todas. No quiero ni me nace, de nunca, de siempre. No conozco ese sentimiento umbilical que a otros ata dulcemente a un origen geográfico. No quiero ni me nace. No distingo la belleza subjetiva de lo autóctono del resto de cosas bellas, tampoco defiendo una losa o un trozo de tierra que no es trozo siquiera, sino un todo al que poder darle la vuelta. Me gusta mi parentesco etéreo con todo el conjunto y mi visión descastada para con él. Agradezco al azar, no obstante, las mieles que encuentro en los escasos metros en los que me muevo. En ninguna parte estoy bien porque ninguna son todas. Me gusta sentarme en el suelo y sentirme en el mundo.

jueves, 4 de julio de 2019

HILO ELÁSTICO




No he contado las veces que volví al mismo sitio. Probablemente, porque no es algo certero, si supiera a qué idéntico lugar regreso cada vez, me habría sido más fácil contabilizar esos regresos, o puede que no, puede que en ese caso únicamente me reconfortara regresar sin más, como ahora, como ahora que no conozco ese origen que tampoco sé si lo es. Pero vuelvo a estar ahí, una y otra vez, decenas ya, puede que centenares de veces, y es curioso cómo, según el viento que sople, porque tampoco entiendo qué mecanismo me lleva a contemplarlo y sentirlo de tan distinta forma cada vez, en ocasiones lo siento casa y en ocasiones trinchera; incluso boquete lo siento. Salgo de ahí, vuelvo a salir porque también volví a entrar, una y mil veces ya, somos mayores y hubo tiempo. ¿Qué pasa durante esas excursiones que se suponían partidas sin retorno? ¿Qué desencadena el retroceso? ¿A dónde se supone que iba? Hay acaso un hilo elástico, como el de esas pelotas de la infancia, que, ciertamente y estirándolo bien, así como se estiran los deseos más hondos, propulsa la bola con energía más que destructiva y poderosa, pero... Ni se destruye ni se emancipa de la base. La base. La casa, la trinchera, el boquete, el origen. Ha habido ocasiones, a puñados, elástico distendido y longitud suficiente, pero jamás tijeras; ha habido tijeras, brillantes y afiladas, pero jamás tajo; ha habido nudos, retorcidos y apretados, que ninguna mano con uñas ha podido desatar, pero jamás rotura. Cualquier día se rompe, eso también es verdad, y a ver dónde queda la pelota. No tener esa información, qué gran alivio.

viernes, 21 de junio de 2019

TODO, NADA


Cuando todo es nada cualquier cosa se convierte en algo, un algo pasajero y pleno, no obstante, en ese momento en el que esas cosas cualesquiera son todo cuanto uno tiene o, espejismos racionales, cree tener. Vacío o lleno. Se sabe que es vacío y se llena con la nada que hace de todo. La culpa, a veces, el pesar, la contemplación del fallo propio no hacen más que renombrar ese vacío, tan lleno de banalidades y fuegos fatuos. Lleno al fin y al cabo, más al cabo que al fin, el fin es el presente eterno que, desgraciadamente, no llena, aunque lo parezca, y funciona a ratos. ¿Qué falta? ¿Qué era que ya no será? ¿Cuál es ese hueco maldito de cada uno? ¿Por qué cuesta tanto ponerle nombre?

miércoles, 5 de junio de 2019

BAJAMAR


Recuerdo las casetas de la playa. Las recuerdo esos días o esos ratos en los que en pleno sopor anímico una sombra fresca la alivia a una tanto como aquellos años. Sin horarios ni prisas, sin nombre siquiera. La niña. La niña se quemaba a posta los pies con la arena sólo por sentir luego el reconfortante frío del hueco sombrío entre dos casetas. Como ahora. Recuerdo los platos de plástico y su sonido sobre el hule en aquella mesa de bisagras mohosas, el rechinar de los minúsculos granos por el mantel y en la boca, la gaseosa casi caliente y el olor a sandía. Los recuerdo con la felicidad amarga del limón de la paella. La bajamar inmensa, interminable, luciendo a lo lejos como mostrando el mundo, el que aún no llegaba, ni llega. Recuerdo la marca de la vacuna en su brazo, grande como el sol aunque no tan redonda, y el tacto, su tacto de luz y sombra. Las casetas de playa, sus rayas blancas, sus rayas verdes, y azules y rojas. El silencio pactado de la siesta, la comunión de todos estando alejados, cada uno en su montículo, su hamaca, sus anhelos de sobremesa. El carro de los helados que pone boca abajo los cartones de bingo. Siempre de nieve y de fresa. Recuerdo las casetas de la playa. Las recuerdo cuando sigo allí y cuando vuelvo, cada poco y cuando muero. Aquellas colmenas con fondo de salitre, familias enteras. Familias. ¿Familia? La sombra de las casetas, tan lejos.

miércoles, 22 de mayo de 2019

SOLOS


Hay siempre una primera vez, una sola que es la primera, una que bien puede recordarse hasta expirar o pasar desapercibida como si nunca empezara. Jamás se está preparado, aunque sí lo parezca, y nunca se le abre los brazos o se le tiende la mano; ni siquiera se le espera o se presiente, únicamente llega. Las siguientes visitas escuecen menos, o más, no sigue patrón aun siguiéndolo y no fortalece de la manera que luego es relatada, nos hace mentir, por tanto. Aparece en medio del dolor más tosco, entre la angustia primigenia y los temores más antiguos de la especie humana; llega en la infancia, en la adolescencia y con trote escandaloso en la edad adulta. Pisa, aplasta, sella con lacre frío y compacto nuestros labios dejándonos hablar y chillar por dentro, sumiéndonos en los ecos de nuestros alaridos. Una tinaja sin boca. Llega en cualquier momento, violenta maza, la certeza de saberse solo, la vez primera y el resto de todas ellas.

lunes, 29 de abril de 2019

CALIENTES



Caen calientes y espesas y raras veces avisan. Más saladas que las otras, más pesadas y rígidas, formadas perfectamente, casi dibujadas, y punzantes. Se deslizan enteras sin romper su forma hasta las comisuras de los labios, hasta el cuello otras veces. Las lágrimas calientes son las únicas lágrimas vivas desde mucho y hasta siempre; no requieren aspavientos ni ademanes, nacen sin parto y jamás mueren, no desfiguran la cara porque no vienen de ella ni de los ojos, emanan directamente del alma. Qué ñoñería tan cruel cuando sabes que el alma existe. Brotan de ella así te tapes la boca, la muevas formando curva cual risa o frunzas la cara simulando enojo, o indiferencia, no vale; brotan, queman, arden, pesan gramo y medio cada una. Pasean por las mejillas, inexpresivas estas, calladas y zorras ellas. Te hacen llorar cuando no quieres ni debes, te hunden en ese pantano suyo donde desembocan, te arrastran a su mar salado y lacio desde allá donde te pillen. Las lágrimas calientes son escasas en la vida, pero la ocupan entera porque vienen para quedarse. Nadie más las ve, nadie más que tú las siente, no dejan ojos rojos, ni fatiga ni surco, jamás se comparten ni se enjugan. Las lágrimas calientes no se remedian ni se olvidan, se acogen, se prueban y se las traga uno. Gramo y medio. Por cada hueco, medio y uno por cada pérdida o cada pretérito inconcluso, uno y medio por cada vano intento y cada fracaso. Gramo y medio pesando un mundo caliente sobre una cara que tras ellas ha de volver a sonreír.

viernes, 22 de marzo de 2019

¿PERDIDO?



Saberse perdido también es estado. Nadie se pierde en ninguna parte, en el vacío o el éter, sino en aquello que, lejos de no creer conocer, conoce; conoces el continente y cada rincón del contenido, desordenado y no ubicado, que no ajeno ni extraviado. Saberse perdido es - igualmente - estar en todo aunque no exista hallazgo de plena comodidad en nada. Saberse perdido no implica moverse, y aun así te mueves, más que encontrado, establecido, acabado. Saberse perdido es empezar mil veces, billones, trillones. Saberse perdido es saltar al vacío de lo lleno, caer de pie y mirar a los lados, no reconocer techos, paredes y suelo y querer saltar de nuevo.

domingo, 3 de marzo de 2019

VACÍO


Sangrar en silencio sin aparente motivo, ni herida, sin sangre delatora anunciando pérdida; mas, ¿qué se pierde cuando no hay nada? Nada más que el vacío sangrante, incesante desde el principio. Llorar riendo sin razón alguna, ni escandalosa pena, sin lágrimas calientes anunciando ausencia; pero, ¿qué anhela quien nada quiere? Nada salvo todo, que es la abstracción constante, imparable desde el origen.

domingo, 24 de febrero de 2019

DE CABRILLAS Y NIÑAS

Yo tuve una cabrilla, una cabrilla con nombre. No traía su nombre cuando llegó a mí, es decir, nunca supe eso, tal vez tenía uno, pero, ¿quién ha llegado a conversar con una cabrilla? Bueno, yo sí, quizá no fueran conversaciones de esas que consideramos al uso, pero, ¿al uso de quién? ¿Dónde está escrito eso? El caso es que Kippy llegó a mi mundo como llegan las mejores cosas, fruto del azar y, en este caso, de una compra que hizo mi madre en el mercado de abastos. Kippy, ella o él, porque las cabrillas, ahora que caigo, son hermafroditas, ¿no? Bueno, eso, Kippy fue la primera (la primera cabrilla, sin género específico) que quiso salir de la bolsa de plástico blanco donde ella y muchísimas más, quién sabe si de su familia o de su vecindario, viajaron desde el mercado hasta mi casa. Yo, que - naturalmente - a mis diez u once años era aún más impredecible que hoy día, sentí una especie de llamada silenciosa por su parte; era como si sus dos ojos saltones, y bien saltones, estuvieran clamando entre asustados y triunfantes: “Soy yo, soy el estandarte que esperas, el símbolo fehaciente de la lucha contra lo establecido, la resistencia, la supervivencia por encima de cualquier vicisitud. Soy yo, ven a por mí, sin mucho ruido, como se hacen las grandes hazañas, llévame”. Y me la llevé. La agarré como la que roba un anillo de oro de muchos quilates (iba a apuntar un número, pero no tengo ni idea de cómo va lo de los quilates ni me gusta el oro). Corriendo, literalmente, me zambullí en aquella habitación que entonces era mi cueva, cerré la puerta y de pie, con Kippy en la palma de mi mano, dejé que mi nueva amiga se tomase un tiempo para ojear y sentir el espacio en que ahora babeaba. Ya estás a salvo, pensé. Dentro de lo lo posible, supongo, porque claramente yo pensaba que el paraíso de una cabrilla era una especie de selva plagada de verde, de gotas de rocío y de una humedad considerable. Rápidamente, me hice con una caja de zapatos vacía a la que agujereé la tapa con un bolígrafo simulando un apuñalamiento quién sabe a quién o a qué. Tú aquí, …, Kippy. Siempre he tenido facilidad, que no necesariamente acierto o buen gusto, para poner nombre a todo, así es que lo de Kippy me vino como un suspiro, natural y velozmente. Kippy, mi Kippy. ¿Qué vas a comer? Tendrás que comer. Pensé en lechuga. En mi casa siempre, absolutamente siempre, había lechuga. Robé (porque con esa edad y en esas circunstancias me parecía un robo) una hoja de lechuga de la cocina y la coloqué en la caja de zapatos de mi sigilosa amiga, luego, tranquilamente, pude estar observándola como hora y media o dos horas. Nada. Kippy no comía, Kippy no hacía nada. Bueno, nada tipo perro, gato o pececito naranja. Kippy caminaba lentamente por la caja, por la lechuga, por la caja otra vez, por la lechuga de nuevo… Cerré la caja y continué con mi vida. Aquella vida, quién la pillara. Al día siguiente, nada más abrir los ojos y antes siquiera de vaciar mi vejiga, fui corriendo a la ventana para levantar la tapa de la casita de Kippy. ¡Has comido! ¡Has comido! ¡Kippy, has comido! No cabía en mí, no quería ir al colegio, no quería hacer otra cosa que no fuera ver a Kippy comer, estar, vivir, allí conmigo. Pasaron los días y las semanas y algún mes y ella y yo hablábamos de todo, bueno, de todo no, de cosas de cabrillas y de niñas de once años. Irremediablemente y dada la asiduidad con la que hurtaba hojas de lechuga de la cocina, en mi casa corrió la inquietante voz de “la niña tiene una cabrilla en una caja de zapatos”. Mi padre nunca hizo amago alguno de sorpresa, aceptación, disconformidad, repulsa o indiferencia, nada; mi madre me guardaba cada día una hoja de lechuga y me la daba con una complicidad propia de quien entrega un alijo en una calle oscura, y mi hermano, ay, mi hermano, mi hermano se cachondeaba de mí y de Kippy del derecho y del revés. Kippy murió después de una larga y apacible, creo, estancia en mi ventana, en mis brazos, en mis manos y en mi vida. La encontré evaporada una mañana, tal cual. Me dejó su caparazón, o como quiera que se llame eso, vacío de ella y lleno de hormigas. Lloré. Mucho. No lo conté hasta pasados dos días porque, bueno, porque sí, porque suelo dejar dos días o más entre que algo muy malo me pasa y el momento en que finalmente me explayo y lo suelto. Mi hermano no se rió y eso me gustó mucho, mi madre me dijo algo en su línea de persona práctica, algo así como “ya le tocaba, pero ha estado bien contigo. Dame un besito” y mi padre estaría trabajando, o yo qué sé. Llegados a este punto supongo que no hace falta aclarar que le di el adiós que para mí merecía y que siempre, siempre, se quedó conmigo de alguna manera. Tomé esa foto este mismo año, muchos años después y muy lejos de los once que tenía entonces. La tomé porque siempre recuerdo a Kippy en cada caracol o cabrilla que veo y me como porque, aun más vieja, sigo siendo ese ser sensible que da vida a todo lo que pone nombre, pero también aprendí la praxis de quienes mejor me han guiado hasta ahora. Puedo ceñirme a lo práctico, lo resolutivo y lo racional, pero nunca dejaré de ver un Kippy en, prácticamente, todo cuanto hago. Y no sé si eso es malo o bueno, pero, ¿qué puedo hacer ya? Hace demasiado que es así.

miércoles, 20 de febrero de 2019

BAJAR A LOS INFIERNOS

Hay que bajar de vez en cuando a los infiernos, a las cavernas de cada uno y sólo bajar ya cuesta. Porque ya es suficiente engorroso asumir que se cuenta con esa parcela de lodo que se ha ido formando a base de miedos, ira, complejos, torpezas, mugre visceral no aprovechable como para una vez allí tener que escarbar sin uñas hasta sacar del fango aquello que ya huele demasiado. Lo peor viene realmente luego, cuando con esos despojos en las manos, tuyos para más inri, sales al exterior todavía con la cabeza gacha del esfuerzo, quizá más por el bochorno, y extiendes los brazos para que el de fuera vea la mierda que traes ahí. Y es un trance, un episodio tedioso, un momento incómodo para ambas partes. Tú, mostrando tu detrito a la vez que deseas fervientemente librarte de él sin ser juzgado; el otro, espantado, con ojos desorbitados pensando “qué asco, ¿toda esa bola sucia tenías ahí dentro?”. Y sí, todo eso tenías, y hasta más. Aunque haces bien bajando, escarbando, sacándolo fuera y mostrándolo humilde, qué remedio, y, probablemente y a pesar del susto inicial, también quien observa sabrá ver en ese gesto su propia naturaleza, sus mismos escombros, la misma humanidad que nos rebosa a todos. Es así cómo se reconocen, se gestionan y se intentan pulir nuestros sentimientos bastardos, aquellos de los que renegamos casi siempre por no ser los que mejor nos definen, porque en el fondo somos más y mejor que todo eso, o eso sentimos. Nadie quiere ser rabioso, nadie quiere ser inseguro, nadie quiere ser débil, ni iracundo, ni envidioso, ni soberbio o inmaduro, pero se es mil veces. Bajar a los infiernos, subir cargados de lava podrida, limpiar, sacar, depurar, mostrar, dejarse ayudar, aprender y madurar no se hace en un día, ni siquiera en un millón.


jueves, 7 de febrero de 2019

TUYO



Hay un dolor extraño que duele en el otro cuando estás en él, que te duele en sus pasos aunque no andes allí, en sus vacíos y en sus esfuerzos, en sus vísceras al caer la tarde. Hay un dolor extraño que es tuyo por ser de quien es, que es hondo como el nervio de un molar, caliente y frío como un calambre, violentamente pausado por no poderse paliar. Hay un dolor extraño que acaso se quiere padecer atrayéndolo a batallar lejos de su origen, el suyo que ahora es tuyo. Un dolor extraño, ilegítimo a la fuerza, robado sin saña, absorbido y comulgado, del otro y tan de uno que lastima no saberse en igualdad. Hay un dolor extraño que duele en el otro.