jueves, 26 de noviembre de 2015

SUCEDÁNEOS

Fui de sucedáneos casi de siempre. Yo no tuve Barbie, tuve Darling, que era una muchacha rubia, con más carne plasticosa que la Barbie y con menos tetas que ella y que, para más inri, tenía dos pies que eran dos barcas. Tampoco tomaba Coca-cola, yo era de La Casera (un vaso al día de los de toda la vida, no era de tubo, era rechoncho y bajito, de los del café de la sobremesa); las zapatillas de deporte para el cole se las compraba mi madre al Bizco (que dios lo tenga en su gloria), que era un señor de mirada difícil que colocaba cada día su puesto de zapatos y babuchas en la trascuesta de la plaza de abastos. No tuve Adidas ni Nike, ni Reebok hasta muy muy tarde, eso sí, tuve unas J´hayber que heredé de mi hermano y que mi hermano heredó de mis primos y que, probablemente, a día de hoy calce algún chaval en alguna parte del mundo, carne de perro eran. Mi Colacao era cacao soluble Vivó, que era la marca blanca del supermercado de pueblo de siempre, vamos, del único supermercado medio grande que se atrevió a abrir por aquel entonces, amarillo y rojo también era el bote. El primer perro que tuvimos en casa era eso, un perro, no llevaba chip ni pedigrí, pero tenía unos pelos muy largos color canela que requerían un cuidado exhaustivo y que lavábamos con un champú de un bote grande y aparatoso en el que únicamente se leía "champú familiar". A este perro nunca se le cayó el pelo, a mí tampoco.

A pesar de que en casa nunca se celebró escandalosamente la Navidad (y no escandalosamente tampoco), solíamos comprar una vez al año una botella de sidra El Gaitero que, según me explicó mi madre, era exactamente lo mismo que el cava de los anuncios. Lo que decía mi madre iba a misa, y punto. Y así, generalizando, me crié en un imperio de similares cosas y de plasmados materialismos a los que existían allá afuera, detrás de la muralla que delimitaba mi reino, nuestro reino.

Sin embargo, se forjó en mí, sucedáneo tras sucedáneo y abrazo tras abrazo, risa tras risa, mirada tras mirada, complicidad tras complicidad y beso tras beso una denominación de origen con sello de calidad que todavía hoy perdura y que, como cualquier legado que se precie, vivirá por siempre. No estoy abierta a venta de derechos de autor en ese sentido, ni tengo afán alguno de padecer modificación que lo mejore. Mi denominación de origen sucede pero no es sucedánea y es tan mía como vuestra la vuestra y ya sabéis de qué estoy hablando, si no es así, estáis en el blog erróneo, que no errado.

lunes, 23 de noviembre de 2015

SALVAJE

Cuanto más sofisticado me resulta el mundo, más valoro la vida salvaje. Y no es salvajada cruzar una avenida plagada de tráfico sin mirar a lado y lado, ni gritar bajo una ducha de agua fría. No creo que estar asalvajado sea andar descalzo sobre el asfalto lleno de cristales, grasilla y escatologías diversas; no puede ser salvaje gastar una noche de vigilia castigando al prójimo con vociferaciones y platillos y, de paso, el hígado propio. No aceptaría como comportamiento salvaje un decibelio de más fuera de lugar - aunque se tengan mil motivos para parirlos por la boca -, ni un mal gesto facial o corporal fuera de protocolo alguno.

Yo soy salvaje cuando en la sofisticación de un dos que es un uno soy como soy, cuando respiro fuerte si así me sale o no lo hago si el envite lo merece; cuando me subordino porque lo deseo y cuando me alzo porque ocupo mi sitio en el suyo, soy salvaje cuando mis manos laceran porque caminan solas sin raciocinio pisándole sus poros y lo soy cuando se ven sujetas porque perdieron su surco frenético al chocar con las suyas que las atan; cuando clavo mis ojos mostrando que muero y cuando me dejo atravesar por un par idéntico que me perdona la vida. Y es paradoja pura. No hay acto más sofisticado que el mayor de los actos salvajes.

viernes, 20 de noviembre de 2015

VENTANUCOS

Estuve esperando un rato detrás de la puerta con ese apuro educado y ridículo que produce llamar o incluso abrir sin hacerlo en una visita que se antoja espontánea y sincera. Era una puerta robusta en cuanto a materiales y sólo sellada en las zonas clave, la distancia que se hacía hueco entre el suelo y el comienzo de la puerta no sólo dejaba paso a la patita de un cordero, también cabían millones de panfletos publicitarios y hasta cajitas de bombones tamaño "toy", ráfagas de viento colmadas de pelusas, ratoncejos perdidos buscando queso, personajes de cuento desterrados por la cruel madurez de los niños e incluso dejaba pasar la claridad hasta mis zapatos. Podía notar la luz y la temperatura del interior. A ratos encogía los dedos de los pies por el frío que percibía del otro lado para luego estirarlos hasta casi perder el equilibrio mientras un sol cálido y de patio de parvulario se paseaba entre mis uñas. Dentro se apreciaba un silencio sonoro, de esos que al apretar los ojos molestan en las templanzas del alma.

El portón tenía un ventanunco, entreabierto. Me sorprendió en él la ausencia de un herraje que impidiera meter la mano más allá, puesto que a pesar de que el diminuto ventanal estaba encajado, la madera henchida permitia desplegarlo sin traba y, probablemente, de haber tenido un brazo medianamente largo, podría haber accedido al pomo desde el interior. Cuánta confianza, pensé, en los tiempos que corren...

La madera era verde, preciosa. Se veían las vetas marrones clareando en las zonas de mayor uso, lo que hacía del portón un elemento añejo y coqueto por aquellas combinaciones tierra y verde moteadas de vejez sana. Me alegré de estar allí clavada sin abrir ni llamar, sin entrar y sin marchar, simplemente me alegré de contemplar. Pasado un poco tuve inquietud, no era hambre ni sueño, no era cansancio ni aburrimiento, no era desidia ni desgana, era lo que era, era mi pundonor tocando en la puerta no verde, no añeja, no coqueta, no nada mío. Entonces, me recordaba a mí misma, febril y maliciosamente, para qué me había postrado allí... y tenía razón. Me tocaba entrar.

Golpeé la primera vez con la misma cadencia que la mano de un púber agitando su primera caja envuelta en celofán... y nada. La segunda vez, al unísono de mis golpes, cantaron los latidos en mi pecho entonando un grito vergonzoso y descarado a la vez, y me fui soltando, puesto que a la tercera vez que toqué, el ventanuco se movió a consecuencia de mi aporreo, o quizás por mi latir, no lo sé, y mi vergüenza fingió desaparecer o más bien se pavoneó ante la puerta con cara de "venga, nena, ábrete...".

Como movida por el viento o por una mano invisible, la madera verde cedió a un lado y el frío-calor que hacía un rato me mojaba los pies inundó todo mi cuerpo. Sentí el pelo hacia atrás, contraído por aquel suspiro... y ya estaba dentro. No escuhé portazo alguno, por lo que egoísta pensé que de quedar aquello abierto, cualquiera podría aprovechar mi arrojo y colarse dentro. Sin embargo, al echar la vista a mi espalda queriendo salvaguardar mi exclusividad, sólo vi mi cara expectante, daba igual en qué dirección mirase, me vi mil veces, tantas cuantas miré... quise correr. Mis piernas eran la prolongación de unas enredaderas bonitas y malvadas que mi propio desasosiego forjaba. Tardé en comprenderlo. Lo comprendí y me calmé. Aún así, quedé impávida y firme, mi cintura magra me permitía girar sobre mi propio eje, ya que no tenía valor de sacar mis pies de aquel chotis; siempre contemplaba mi cara, mis ojos, mis estigmas y mis porvenires, no había duda, ya estaba dentro.

¿Cómo pude ovidar, pensé, después de aporrear tantas puertas sin nombre, haber colocado un letrero a la mía? De haberlo hecho, no habría tenido que estar usurpando una propiedad "privada"...