lunes, 24 de julio de 2017

EL DULCE AQUELARRE


Tengo un azucarero para guardar el azúcar de otros tiempos. Lo tengo, es mío, como tienen los poderosos sus riquezas, los países su patrimonio, los avaros sus codicias. Lo tengo en alto, sobre unos libros que hacen de peana reposa majestuoso y sucio de azúcar viejo en sus bordes, no decora, acompaña mi estancia. A veces levanto su tapa y miro dentro, paseo los dedos por los restos blanquecinos y afilados del condimento ya seco que un día endulzó las tardes de mis ancestros. Temo despegar alguna lasca, son tan pocas; temo despojarlo de su eco dulce, por eso lo hago suavemente, más con la mente que con el tacto. Y entonces afino la vista y me pierdo en su fondo. Veo cabellos blancos, delantales de cuadros de vichy en color azul oscuro, babuchas de suela negra y medias marrones de goma dura, veo mejillas sonrosadas en una cara que no conozco y que me agrada. Son tres mujeres, cuatro conmigo. Yo soy la intrusa, la invitada atemporal, la buscadora de oro. Mi madre aún es una niña que juega con el azúcar, se ensucia su pelo grueso con granos pegajosos que se han quedado en sus manos; su madre la mira tranquila mientras gira en una taza una cucharilla minúscula. La anciana se remanga el delantal y se sienta a la mesa fuerte y vetusta como la ensoñación que me ocupa.

Allí está mi tesoro, en el centro, solemne y absurdo a un tiempo, haciendo de fuego sagrado como si no supiera que es un azucarero de cerámica, seguramente barata. Se para el reloj. Mentira. No hay minutos ni horas ni segundos, no hay nada más que ellas cuatro, nosotras cuatro, cuatro generaciones en torno a un recipiente con azúcar. No siento pena, no me palpita distinto el corazón por la nostalgia, es otra cosa, es la felicidad extraña que provoca acariciar una alhaja, es la calma del ahora infinito, la fusión del antes con el Yo puro. Sólo siento un halo de angustia al cerrar la tapa y devolverlo a su sitio, que no se caiga, que no se rompa, que no se despeguen los granos dulces que le hacen estar tan vivo. Tengo un azucarero que fue de mi bisabuela donde guardo el azúcar de todos los tiempos.

viernes, 21 de julio de 2017

PARCIALES, SUMANDOS, TOTALES

Encajar no es complementar, al revés tampoco. Encajar es sólo eso, hacer click, amoldar una pieza dentro, encima, debajo, al lado de otra a modo de puzle, como puede encajar un gajo de mandarina en el lugar de un diente de ajo o una castaña en el hoyo número cuatro de un campo de golf. Encajar resulta armónico - en apariencia -, homogéneo - a simple vista -, sencillo y automático, pero pobre.

Complementar es destacar sin sobresalir - homogeneizando -, es aportar y recibir - formando armonía -, es no hacer click o quedarse fijado allí, en el hueco evidente; es hacer distintas cada una de las posibilidades que son infinitas. Complementar es posar un punto rojo sobre un fondo gris haciendo al gris indispensable y al rojo necesario para que sean eso que ambos son cuando se dan a un tiempo, genuinos, conjuntados que no iguales. Complementar es más bello que encajar porque requiere el esfuerzo natural de las cosas que terminan siendo únicas en unión tras haber sido ordinarias por separado.

lunes, 17 de julio de 2017

VESTIGIOS

Si en el viaje te pierdes siempre puedes buscar el marcapáginas, si es que lo dejaste, o el borde doblado de la hoja, si acaso la quebraste. Uno se moverá contigo, será tu candil hasta el último aliento de la última letra; el otro quedará siempre entre las líneas como una cicatriz reminiscente. Así se marca la vida. Y los libros.