Las puertas viejas, hinchadas en sus bajos y tan lacias en su porte; las paredes, engordadas ya de capa y capa de pintura mala, una tras otra y sin miramientos y, aun así, tan deslucidas.
No hay mano vigorosa ni mágico mejunje que devuelva a la línea que conforma la muralla del rodapié su anodino cometido que, todavía no se sabe cuál es, quizá, ostentar la pulcritud de trazos que, presumo, lució alguna vez.
Tampoco es el suelo riachuelo donde encontrar los ojos que lo miren porque, de tantos devenires, carreras y letargos, se volvió áspero, insulso y amargo, pero, qué curioso, también regio y necesario para seguir posando los pies.
Cuánta ruina por rehacer. Eso es. Sea lo que deviniera si puede, será ruina otra vez. Y no es drama ni fatiga, es gastar, vivir, crecer.
Esos rieles malditos copados de polvo y piel, de chirridos de persianas y de un hogar expedito donde hay días de treinta horas y otros de veintitrés.
Qué imperfección, qué lucha. Qué flaca se vuelve la hucha.
Falta menaje y sobra, qué de trastos, qué desdén, dónde pones esa balda, dónde tiras el "de quién" que hace tiempo que no estaba y que vuelve a aparecer. Sobra el espacio y falta y el continente de marras que tantos lustros ya gasta no ayuda a que salga bien; cuando hay posibles no hay ganas y si hay ganas, hay que hacer. Tú jamás serás mi casa.
Claro que no, dice ella que, mira si es zafia, que habla. Me caigo de vieja y me dejo hacer.
Y te enseña, zorramente, sus rincones más preciados, por si los quieres ver. Ajados, hinchados, viejos, los del rodapié mojado.
Te muestra el lar del triunfo, te hace un atillo amañado, con el antes y el después, para que vayas con él o lo lleves a algún lado.
Te lleva al rincón soñado, donde te partes a trozos, donde recompuesto sin esfuerzo tres cochambrosos objetos te elevan un instante al Cielo para bajarte después. Y así hasta el infinito son los rincones bonitos.