martes, 24 de mayo de 2016

CENIZAS



Tengo un cenicero que no he fregado nunca. En cambio, me resulta útil porque sólo con vaciarlo vuelve a estar receptivo a nuevas colillas. He sido tentada mil veces por mi propio sentido común a impregnar de lavavajillas un estropajo con salva-uñas (ahora que ya me cuido las manos) y darle un restregón, pero no, no sería mi cenicero así tan limpio. El mío es tosco, descuidado, impaciente, marrón grisáceo, asqueroso y con olor a añejo.

De parecida manera, he aprendido a querer a esas personas que, como ceniceros sumisos, no saben ni quieren ni pueden vaciarse. Esas pesonas que conservan su aroma raro de siempre, que quieren más y más cada vez y que no entregan su detrito, ésas que no saben verterse ni aun cuando están rebosando y que siempre esperan la mano de un subalterno, de uno que sepa tocar la basura, de otros que con guantes invisibles hurguen en sus entrañas para finalmente vaciarlos de una nada que en las vísceras de otro bien podría ser un todo.

Si mañana despertara y mi cenicero no estuviera ahí, lo echaría de menos. Tendría que coger una cuartilla - preferiblemente en blanco - y formar con ella un cartucho acaracolado que recogiera mis cenizas. Con las personas cenicero es bien distinto, vacío y vacío para hacer más dulce la friega, si es que llegara. Sin embargo, como mi cenicero, ya nunca quedarán relucientes. Eso sí, si no acometiera esos pequeños vaciados, a ellas les rasparía más aunque a mí me doliera menos.

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