sábado, 25 de agosto de 2018

AGOSTO

Entonces ya me pasaba, ya tenía alojada en alguna parte entre el pecho y el estómago esa especie de pellizco que nunca más se ha ido; tampoco sé cuándo llegó, a qué responde o si siempre estuvo ahí. Ya no molesta. A mí me gustaba sentarme en el alféizar de la ventana casi tanto como me gusta pronunciar alféizar. Allí, encaramada como podía con cigarrillo en mano, solía adoptar una pose que siempre me ayuda a languidecer el espíritu y a la que debo mucho por cuanto me ha servido y me sirve para conducir sin desvíos mi carácter romántico catastrofista. Aún hoy me sorprendo muchas veces retorcida en esa misma postura.

Sonaba “El mar no cesa” una y otra vez, y los grillos allí abajo, el crepitar del cigarro y los suspiros a la nada. Fuera en la calle algunos pasos lacios como mi cometido en el mundo me acompañaban un rato en su regreso a alguna parte, seguramente, me gustaba pensar, con otras ventanas y alféizares, y eran idénticas la reconfortante sensación de oír las pisadas de alguien más y las ganas de que cesaran. Se iban al fin. Sonaba tenue la música y potente el mechero. Debo encontrar mi alma perdida que arrojé al mar, cantaba Bunbury. Una vez en la vida, una noche de agosto.

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