viernes, 20 de noviembre de 2015

VENTANUCOS

Estuve esperando un rato detrás de la puerta con ese apuro educado y ridículo que produce llamar o incluso abrir sin hacerlo en una visita que se antoja espontánea y sincera. Era una puerta robusta en cuanto a materiales y sólo sellada en las zonas clave, la distancia que se hacía hueco entre el suelo y el comienzo de la puerta no sólo dejaba paso a la patita de un cordero, también cabían millones de panfletos publicitarios y hasta cajitas de bombones tamaño "toy", ráfagas de viento colmadas de pelusas, ratoncejos perdidos buscando queso, personajes de cuento desterrados por la cruel madurez de los niños e incluso dejaba pasar la claridad hasta mis zapatos. Podía notar la luz y la temperatura del interior. A ratos encogía los dedos de los pies por el frío que percibía del otro lado para luego estirarlos hasta casi perder el equilibrio mientras un sol cálido y de patio de parvulario se paseaba entre mis uñas. Dentro se apreciaba un silencio sonoro, de esos que al apretar los ojos molestan en las templanzas del alma.

El portón tenía un ventanunco, entreabierto. Me sorprendió en él la ausencia de un herraje que impidiera meter la mano más allá, puesto que a pesar de que el diminuto ventanal estaba encajado, la madera henchida permitia desplegarlo sin traba y, probablemente, de haber tenido un brazo medianamente largo, podría haber accedido al pomo desde el interior. Cuánta confianza, pensé, en los tiempos que corren...

La madera era verde, preciosa. Se veían las vetas marrones clareando en las zonas de mayor uso, lo que hacía del portón un elemento añejo y coqueto por aquellas combinaciones tierra y verde moteadas de vejez sana. Me alegré de estar allí clavada sin abrir ni llamar, sin entrar y sin marchar, simplemente me alegré de contemplar. Pasado un poco tuve inquietud, no era hambre ni sueño, no era cansancio ni aburrimiento, no era desidia ni desgana, era lo que era, era mi pundonor tocando en la puerta no verde, no añeja, no coqueta, no nada mío. Entonces, me recordaba a mí misma, febril y maliciosamente, para qué me había postrado allí... y tenía razón. Me tocaba entrar.

Golpeé la primera vez con la misma cadencia que la mano de un púber agitando su primera caja envuelta en celofán... y nada. La segunda vez, al unísono de mis golpes, cantaron los latidos en mi pecho entonando un grito vergonzoso y descarado a la vez, y me fui soltando, puesto que a la tercera vez que toqué, el ventanuco se movió a consecuencia de mi aporreo, o quizás por mi latir, no lo sé, y mi vergüenza fingió desaparecer o más bien se pavoneó ante la puerta con cara de "venga, nena, ábrete...".

Como movida por el viento o por una mano invisible, la madera verde cedió a un lado y el frío-calor que hacía un rato me mojaba los pies inundó todo mi cuerpo. Sentí el pelo hacia atrás, contraído por aquel suspiro... y ya estaba dentro. No escuhé portazo alguno, por lo que egoísta pensé que de quedar aquello abierto, cualquiera podría aprovechar mi arrojo y colarse dentro. Sin embargo, al echar la vista a mi espalda queriendo salvaguardar mi exclusividad, sólo vi mi cara expectante, daba igual en qué dirección mirase, me vi mil veces, tantas cuantas miré... quise correr. Mis piernas eran la prolongación de unas enredaderas bonitas y malvadas que mi propio desasosiego forjaba. Tardé en comprenderlo. Lo comprendí y me calmé. Aún así, quedé impávida y firme, mi cintura magra me permitía girar sobre mi propio eje, ya que no tenía valor de sacar mis pies de aquel chotis; siempre contemplaba mi cara, mis ojos, mis estigmas y mis porvenires, no había duda, ya estaba dentro.

¿Cómo pude ovidar, pensé, después de aporrear tantas puertas sin nombre, haber colocado un letrero a la mía? De haberlo hecho, no habría tenido que estar usurpando una propiedad "privada"...

No hay comentarios:

Publicar un comentario