miércoles, 15 de junio de 2016

SI LA DICHA ES BUENA


La vanidad es como cualquier otra adicción. Comienza tenue y silenciosa a la vez que va proporcionando al espíritu esa sensación engañosa de bienestar y euforia típica entre los efectos de cualquier sustancia alteradora de las emociones verdaderas. Al principio, causa síntomas vertiginosos, de plenitud, superioridad, autocontrol, todo un cúmulo de estados placenteros que engrosan el ego hasta suspenderlo en un nirvana en el que, como un simple globo inflado de aire, necesita de soplidos y más soplidos para mantenerse flotando. Y es así como se apodera de uno, cada vez más y más soplidos no bastan porque el ego es ya tan gordo que ni cien mil globos en el éter serían capaces de sujetarlo.

Adictiva como es, la vanidad - si es que se tiene consciencia - desencadena en culpa y en posterior vacío cuando finalmente el globo no puede más y sucumbe. Primero llega el estruendo, el boom explosivo de tanta goma hinchada, luego el batacazo del pobre ego, obeso y dolorido por tan descomunal impacto, y después la vergüenza de verse caído e inútil en el suelo. Afortunadamente, suele ocurrir con las caídas vergonzosas que el desparramado rápidamente se iza para evitar las miradas burlonas, que ciertamente las habrá, con lo que tras sacudirse la ropa y mirar a los lados, el ego al fin será eso, un ego, ni flotante ni inflado, ni encima ni debajo del resto de su especie, un poco magullado por el incidente, pero feliz de no verse en la labor de depender de ráfagas huecas de aire que, como chutes de jaco, anden impulsándolo hacia alturas que no le corresponden.

Lo idílico es no engancharse, pero cuando un vanidoso cae, normalmente nace una gran persona.

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