miércoles, 5 de junio de 2019

BAJAMAR


Recuerdo las casetas de la playa. Las recuerdo esos días o esos ratos en los que en pleno sopor anímico una sombra fresca la alivia a una tanto como aquellos años. Sin horarios ni prisas, sin nombre siquiera. La niña. La niña se quemaba a posta los pies con la arena sólo por sentir luego el reconfortante frío del hueco sombrío entre dos casetas. Como ahora. Recuerdo los platos de plástico y su sonido sobre el hule en aquella mesa de bisagras mohosas, el rechinar de los minúsculos granos por el mantel y en la boca, la gaseosa casi caliente y el olor a sandía. Los recuerdo con la felicidad amarga del limón de la paella. La bajamar inmensa, interminable, luciendo a lo lejos como mostrando el mundo, el que aún no llegaba, ni llega. Recuerdo la marca de la vacuna en su brazo, grande como el sol aunque no tan redonda, y el tacto, su tacto de luz y sombra. Las casetas de playa, sus rayas blancas, sus rayas verdes, y azules y rojas. El silencio pactado de la siesta, la comunión de todos estando alejados, cada uno en su montículo, su hamaca, sus anhelos de sobremesa. El carro de los helados que pone boca abajo los cartones de bingo. Siempre de nieve y de fresa. Recuerdo las casetas de la playa. Las recuerdo cuando sigo allí y cuando vuelvo, cada poco y cuando muero. Aquellas colmenas con fondo de salitre, familias enteras. Familias. ¿Familia? La sombra de las casetas, tan lejos.

1 comentario: