miércoles, 31 de enero de 2018

DIME






No te escuches tanto. Eso, dicho así, sin contexto y sin nada puede pasar por una frase más de esas que nos regalan aquellos que nos quieren, otros que nos aprecian y algunos que nos conocen de vista. Porque escucharse mucho es caer en la preocupación, encontrar dolores inexistentes, emociones escondidas que están mejor así o pecar de autocompasivos, hipocondríacos y ególatras. Eso es lo que buenamente y sin maldad alguna depositan en nosotros los mentores de esta sentencia.

Luego pasa el tiempo, qué menos, y resulta que de tanto hacer caso a quienes te acompañan empiezas a escucharte a escondidas, casi atorándote, como chupando de un primer cigarro que te sabe a rayos sin que por ello renuncies a seguir aspirando. Te escuchas con cierta culpa, con la certeza absurda de ir a inventar lo que no hay, con la convicción impuesta de estar malgastando la vida en asuntos poco pragmáticos, frívolos, inútiles y avocados a la autodestrucción interior. Posteriormente exterior, por cierto.

Sigue pasando el tiempo, como siempre, y ya no te escuchas porque te agota hacerlo furtivamente, en la sombra mohosa de quien delinque contra uno mismo. Mejor así, te convences, esto no trae nada bueno. Insatisfacciones, rencores, placeres no convencionales, exigencias mundanas, alegrías extrañas y pretensiones ambiciosas que, por escucharte mucho cuando no debes porque no es sano, no puedes compartir con nadie. Desistes, no compensa.

Vuelve a pasar el tiempo, violentamente, y una jauría de voces aúlla desde muy adentro hasta rebosar por tus oídos. Ya está, ya vale. Que no te escuches tanto de qué. Escuchas primero ruido, una algarabía ininteligible que no parece ni tuya, qué jaleo, qué descoque. De uno en uno, por favor. Y de uno en uno y hasta de dos en dos vas al fin escuchando sin ninguna prisa ahora que el tiempo es, paradójicamente, escaso. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario