martes, 2 de enero de 2018

SALUDA

Nadie vivo ha visto a la muerte de cara, no presumamos. Por mucho que algunos juren y aseguren que han llegado a transitar por un túnel con luz al fondo o que han vuelto de las sombras empujados por una fuerza superior, en realidad, ninguno de nosotros que aún estamos aquí sabemos qué pinta tiene la muerte o cómo le huele el aliento. Sin embargo, cada día Ella se pasea entre nosotros y se regodea al hacerlo, es más, tiene sus lugares predilectos donde campar frescamente y pasa más tiempo con según qué mortales. Aun así, es decir, aun sintiendo su halo cerca, bastante cerca, podemos ser anfitrión o espectador y no por propia elección. Afortunadamente, supongo, hasta la fecha únicamente me ha tocado mirar y, sobre todo y más frecuentemente, echarme a un lado cuando viene a convivir con los viejos. Resulta que hay días que te cae bien, no te incomoda su silencio chillando sordamente, no te parece insolente ni desproporcionada, ni siquiera ves en ella al enemigo. Estoy hablando, repito, de cuando te toca mirar y no de hacerle la cama, ahí seguramente ya no sabría manejarme, o sí, a saber, nunca podré contarlo, me temo. Sin embargo, los observo a ellos mientras la Doña los visita y no aprecio miedo en sus ojos, ni sorpresa, tampoco se muestran débiles o contrariados; veo en sus caras la expresión inexpresiva de quien recibe al cobrador de seguros, que si bien nunca es acogido con una fiesta de globos y confetis tampoco se le cierra la puerta porque sabes que tiene que trabajar, saludar, cobrar y largarse.



Es posible que traigamos un código forjado a fuego en nuestro ADN que marca las pautas a seguir cuando Ella está cerca, un acuerdo implícito desde el principio de los tiempos que además de velar por el correcto funcionamiento de la vida, y paradójicamente la muerte, hace que no perdamos la calma. O no. A lo mejor es sólo resignación, apatía y cansancio. Sea lo que fuere, desde la barrera, se ve natural.

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