domingo, 24 de febrero de 2019

DE CABRILLAS Y NIÑAS

Yo tuve una cabrilla, una cabrilla con nombre. No traía su nombre cuando llegó a mí, es decir, nunca supe eso, tal vez tenía uno, pero, ¿quién ha llegado a conversar con una cabrilla? Bueno, yo sí, quizá no fueran conversaciones de esas que consideramos al uso, pero, ¿al uso de quién? ¿Dónde está escrito eso? El caso es que Kippy llegó a mi mundo como llegan las mejores cosas, fruto del azar y, en este caso, de una compra que hizo mi madre en el mercado de abastos. Kippy, ella o él, porque las cabrillas, ahora que caigo, son hermafroditas, ¿no? Bueno, eso, Kippy fue la primera (la primera cabrilla, sin género específico) que quiso salir de la bolsa de plástico blanco donde ella y muchísimas más, quién sabe si de su familia o de su vecindario, viajaron desde el mercado hasta mi casa. Yo, que - naturalmente - a mis diez u once años era aún más impredecible que hoy día, sentí una especie de llamada silenciosa por su parte; era como si sus dos ojos saltones, y bien saltones, estuvieran clamando entre asustados y triunfantes: “Soy yo, soy el estandarte que esperas, el símbolo fehaciente de la lucha contra lo establecido, la resistencia, la supervivencia por encima de cualquier vicisitud. Soy yo, ven a por mí, sin mucho ruido, como se hacen las grandes hazañas, llévame”. Y me la llevé. La agarré como la que roba un anillo de oro de muchos quilates (iba a apuntar un número, pero no tengo ni idea de cómo va lo de los quilates ni me gusta el oro). Corriendo, literalmente, me zambullí en aquella habitación que entonces era mi cueva, cerré la puerta y de pie, con Kippy en la palma de mi mano, dejé que mi nueva amiga se tomase un tiempo para ojear y sentir el espacio en que ahora babeaba. Ya estás a salvo, pensé. Dentro de lo lo posible, supongo, porque claramente yo pensaba que el paraíso de una cabrilla era una especie de selva plagada de verde, de gotas de rocío y de una humedad considerable. Rápidamente, me hice con una caja de zapatos vacía a la que agujereé la tapa con un bolígrafo simulando un apuñalamiento quién sabe a quién o a qué. Tú aquí, …, Kippy. Siempre he tenido facilidad, que no necesariamente acierto o buen gusto, para poner nombre a todo, así es que lo de Kippy me vino como un suspiro, natural y velozmente. Kippy, mi Kippy. ¿Qué vas a comer? Tendrás que comer. Pensé en lechuga. En mi casa siempre, absolutamente siempre, había lechuga. Robé (porque con esa edad y en esas circunstancias me parecía un robo) una hoja de lechuga de la cocina y la coloqué en la caja de zapatos de mi sigilosa amiga, luego, tranquilamente, pude estar observándola como hora y media o dos horas. Nada. Kippy no comía, Kippy no hacía nada. Bueno, nada tipo perro, gato o pececito naranja. Kippy caminaba lentamente por la caja, por la lechuga, por la caja otra vez, por la lechuga de nuevo… Cerré la caja y continué con mi vida. Aquella vida, quién la pillara. Al día siguiente, nada más abrir los ojos y antes siquiera de vaciar mi vejiga, fui corriendo a la ventana para levantar la tapa de la casita de Kippy. ¡Has comido! ¡Has comido! ¡Kippy, has comido! No cabía en mí, no quería ir al colegio, no quería hacer otra cosa que no fuera ver a Kippy comer, estar, vivir, allí conmigo. Pasaron los días y las semanas y algún mes y ella y yo hablábamos de todo, bueno, de todo no, de cosas de cabrillas y de niñas de once años. Irremediablemente y dada la asiduidad con la que hurtaba hojas de lechuga de la cocina, en mi casa corrió la inquietante voz de “la niña tiene una cabrilla en una caja de zapatos”. Mi padre nunca hizo amago alguno de sorpresa, aceptación, disconformidad, repulsa o indiferencia, nada; mi madre me guardaba cada día una hoja de lechuga y me la daba con una complicidad propia de quien entrega un alijo en una calle oscura, y mi hermano, ay, mi hermano, mi hermano se cachondeaba de mí y de Kippy del derecho y del revés. Kippy murió después de una larga y apacible, creo, estancia en mi ventana, en mis brazos, en mis manos y en mi vida. La encontré evaporada una mañana, tal cual. Me dejó su caparazón, o como quiera que se llame eso, vacío de ella y lleno de hormigas. Lloré. Mucho. No lo conté hasta pasados dos días porque, bueno, porque sí, porque suelo dejar dos días o más entre que algo muy malo me pasa y el momento en que finalmente me explayo y lo suelto. Mi hermano no se rió y eso me gustó mucho, mi madre me dijo algo en su línea de persona práctica, algo así como “ya le tocaba, pero ha estado bien contigo. Dame un besito” y mi padre estaría trabajando, o yo qué sé. Llegados a este punto supongo que no hace falta aclarar que le di el adiós que para mí merecía y que siempre, siempre, se quedó conmigo de alguna manera. Tomé esa foto este mismo año, muchos años después y muy lejos de los once que tenía entonces. La tomé porque siempre recuerdo a Kippy en cada caracol o cabrilla que veo y me como porque, aun más vieja, sigo siendo ese ser sensible que da vida a todo lo que pone nombre, pero también aprendí la praxis de quienes mejor me han guiado hasta ahora. Puedo ceñirme a lo práctico, lo resolutivo y lo racional, pero nunca dejaré de ver un Kippy en, prácticamente, todo cuanto hago. Y no sé si eso es malo o bueno, pero, ¿qué puedo hacer ya? Hace demasiado que es así.

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